“Del mismo modo que no hay democracia sin un sustento de
concordia, nuestra historia nos demuestra que la concordia sólo se hace
efectiva con la garantía de la ley. La ley no es un capricho de la democracia,
es parte consustancial de ella” Mariano
Rajoy. 12/10/2014
El presidente de la
Generalitat, Artur Mas, firmó el pasado sábado el decreto de convocatoria de la
consulta (de autodeterminación) de Cataluña prevista para el 9 de noviembre. El objeto de la consulta
es, según el decreto, “conocer la opinión
sobre el futuro político de Cataluña”, y se fundamenta en el “derecho a decidir” que algunos catalanes
invocan y una mayoría del parlamento catalán le atribuye al “pueblo de Cataluña”, proclamado en la “Declaración de soberanía y el derecho a
decidir del pueblo de Cataluña”.
Pero el derecho que
invoca una fracción de los catalanes, no es cualquier derecho a decidir. El
proclamado por la mayoría (independentista) del parlamento catalán y ahora
decretado por la Generalitat, es “el
derecho a decidir para que los ciudadanos de Cataluña puedan decidir su futuro
político colectivo”, lo que en este caso se traduce en el derecho de los
catalanes (y sólo de ellos, los catalanes) a “decidir” –en una “consulta”,
cosa que me confunde–si quieren que Cataluña sea (o no) un Estado, y (sólo en
el caso de que respondan Sí a esto), si quieren que sea un Estado independiente
(lo que traería como consecuencia la disolución de la unidad de España y su
desintegración territorial).
Cuatro ideas han
intentado fundamentar este específico “derecho a decidir” que supuestamente le
corresponde al “pueblo de Cataluña”:
1. La idea –proclamada en la Declaración– de que el autogobierno de Cataluña se fundamenta en
los derechos históricos del pueblo catalán, en sus instituciones seculares y en
la tradición jurídica catalana, idea esta que fue
repetida y desarrollada hace pocos días por Artur Mas, quien afirmó que la
Generalitat como institución es anterior a la Constitución de 1978, y que él es
el presidente 129° de la Generalitat.
2. La idea –repetida
mil veces, hasta que todos la crean– de que el plan independentista viene
respaldado por una mayoría social y consenso político.
3. La idea de que el Gobierno de España ha (supuestamente)
rechazado el diálogo (supuestamente) propuesto por la facción independentista
de Cataluña, y la legalidad de la consulta (que los independentistas atribuyen
al hecho de que fue aprobada por el parlamento catalán).
4.
La idea de que “el
derecho a decidir de un pueblo no tiene límites” (Artur Mas). Asociada con
esta, la idea de que la democracia (electoral o referendaria) es lo principal
(o lo único) que importa en la organización política y nada más, por lo tanto, los
ciudadanos tendríamos la facultad (aparentemente imperial) de votar y decidir
sobre los asuntos que nos interesen y sin límite alguno, aunque lo hubiere en
la constitución.
En esta primera
entrega sobre el derecho a decidir, quiero comentar únicamente esta última
idea. Es la idea que plantea una aparente contradicción o tensión entre la primacía
de la soberanía y la supremacía de la constitución, o lo que es lo mismo, entre
la democracia y el Estado de Derecho. Esta idea se expresa gráficamente en las
recientes declaraciones
del diputado izquierda-republicano Alfred Bosch, quien señaló que, “entre obedecer a un tribunal
[constitucional] politizado u obedecer a la mayoría de la población en Cataluña
que quiere ir a las urnas, nuestra obligación, nuestro deber y lo más correcto
es obedecer a los ciudadanos de Cataluña…”. Obedecer al pueblo u obedecer a la constitución, he allí el aparente (y falso) dilema.
Lo que aspiramos
explicar acá es que invocar la soberanía, la autodeterminación y la democracia
como fundamento de “ese” derecho a
decidir, es incompatible con la lógica de una constitución normativa que, precisamente por ello, proclama en su
artículo 9.1 que “[l]os ciudadanos
y [no sólo] los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al
resto del ordenamiento jurídico”. Este afortunado precepto impone un
requisito esencial de todo Estado de Derecho: el sometimiento pleno de los poderes públicos y de los ciudadanos, al
Derecho.
Del artículo 9.1 se
deduce que la Constitución no es un programa de gobierno ni un catálogo de
principios, sin vinculación jurídica ni obligación de inmediato cumplimiento,
sino que es la “norma suprema” del ordenamiento
español, y en cuanto tal, prevalece sobre cualquier otra norma, incluyendo
–naturalmente– a las leyes de los parlamentos de España y de Cataluña; y todos
los poderes públicos, y también los ciudadanos, estamos sujetos a lo que
prescribe el Texto Constitucional (Sentencia N°
16/1982 del TCE).
La Constitución debe
ser, entonces, una norma cualitativamente superior y distinta a todas las demás,
principalmente por una razón que interesa a todos los españoles –insisto, a
todos–: porque la Constitución, con sus virtudes y con sus defectos, contiene
las “reglas básicas de convivencia”;
dicho de una forma más técnica, incorpora el sistema de valores esenciales
sobre el cual se constituye el orden de convivencia política entre los
catalanes, los vascos, los gallegos y los demás españoles. Y por eso mismo, el
artículo 9.1 señala que este principio de supremacía constitucional vincula no
sólo a los poderes públicos, sino también a los ciudadanos, quienes por tanto, tenemos (todos) un deber general negativo
de abstenernos de cualquier actuación que vulnere la Constitución (Sentencia N°
101/1983 del TCE).
Desde luego, un
paradigma como este parece estrellarse contra algunos elementos del principio
democrático, y principalmente contra el derecho a la participación, la regla de
la mayoría para la toma de decisiones políticas y –para decirlo más claro–
contra el traído “derecho a decidir”.
De este modo y gracias al paradigma de la supremacía constitucional, aquel
clásico principio de soberanía popular se ha desvanecido (o al menos se ha
redimensionado), dado que hoy día todos los poderes públicos –incluso el
legislativo y con él la llamada soberanía popular– están sujetos a la constitución.
Pero esta tensión o aparente
choque no existe –según doctrinarios como Ferrajoli– si se asume la democracia desde
una perspectiva sustancial (o constitucional) y no sólo desde una perspectiva formal
(o electoral). Por “democracia sustancial”
–lo explica la profesora
Alterio– debe entenderse al “conjunto
de límites y vínculos impuestos por los derechos y por los principios
constitucionales tanto a la validez de las leyes como a la democracia política”.
De este modo, Ferrajoli distingue dos dimensiones que tiene (o debe tener) la democracia.
Una dimensión formal –que es la exclusivamente
defendida por los factores independentistas que hay en España– que determina el
quién y el cómo se adoptan las decisiones, y que se funda en la soberanía
popular y la regla de la mayoría, pero
que por sí sola no alcanza (ni es suficiente) para definir a la democracia. Para
que haya realmente democracia, o para que pueda decirse que la hay, es preciso cumplir
las condiciones que exige la dimensión
sustancial. Las condiciones de la
democracia sustancial indican qué es lo
que se puede o no se puede decidir (en democracia), y sólo cuando estas
condiciones se cumplen, es que se puede calificar a un sistema político como
democrático. Esas condiciones sustanciales son los derechos fundamentales
(según Ferrajoli), pero también los principios fundamentales que configuran la
convivencia política, algunos de los cuales se refieren, precisamente, a la
forma de gobierno y al modelo de Estado.
De este modo –lo expone el
profesor Rentería– el núcleo de la teoría de Ferrajoli es lo que él llama la
“esfera
de lo indecidible”, que configuraría un nuevo paradigma democrático y
jurídico. La esfera de lo indecidible, según el nombrado autor mexicano, tiene
como finalidad evidenciar todos aquellos espacios que la Constitución sustrae a
la esfera de la política, sobre los que el poder político no debe decidir.
En otras palabras, la
“esfera de lo indecidible” proclama
la existencia de unos sitios o lugares que la Constitución, si se la toma en
serio y se la tiene como norma suprema vinculante, arrebató a la esfera de la
política y por tanto, son lugares o espacios sobre los que el poder político, incluso
el de las mayorías electorales, no debe decidir. Ese ámbito de lo
indecidible incluye a los derechos fundamentales y los límites negativos que
estos imponen en garantía de los derechos de libertad; pero también a todos
aquellos elementos que el constituyente estableció como no-modificables (o –completamos
nosotros– elementos modificables sólo mediante una reforma de la
Constitución).
En lo que respecta a
España, hay dos elementos que son parte de lo indecidible: la forma política del Estado español, que es
la monarquía parlamentaria; y el modelo
autonómico de organización territorial, que se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española
y en el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que la componen (Arts. 1 y 2 CE); entre otros.
Ninguno de estos aspectos (ni otros más) podría ser decidido o modificado fuera
de un proceso constituyente o de reforma a la Constitución.
De este modo –aclara
el nombrado Ferrajoli– queda desmentida esa concepción tramposa y ramplona de
la democracia –hoy predicada por el independentismo catalán– que la ve solamente
como un sistema político de reglas que protegen la omnipotencia de la mayoría, y
que de ser cierto, conduciría inexorablemente a la tiranía de la mayoría sobre las
minorías. En realidad, hay reglas del “estado
democrático”, que serían las normas formales para regular cómo y cuándo puede
decidir la mayoría; y reglas del “estado
constitucional” (los derechos y los principios fundamentales), que serían normas
materiales que cierran lo que no puede decidirse, ni siquiera por mayoría.
Aunque la doctrina de
Ferrajoli merece algunas correcciones, sobre las cuales volveremos en una
próxima entrega, luce temerario afirmar que la defensa de la Constitución (y de
sus garantías) frente a los intentos de cambiarla por métodos “democraticistas”, sea “fundamentalismo constitucionalista dogmático”,
como recientemente
lo llamó el Dr. Rafael Mateu De Ros.
Antes bien, el fundamentalismo democrático que predica
el independentismo catalán, y que de buena fe apoyan otros, es muy delicado y
peligroso toda vez que –como la voluntad de la (supuesta) mayoría estaría antes
que la Constitución (y que sus garantías)– así como hace pocos meses se predicó
que mediante un simple referéndum se podía cambiar la forma de estado a
República, u hoy se predica que con una consulta (parcial) los catalanes podrían
disolver la unidad de la Nación española, en el futuro los españoles podrían
–por ejemplo, y por una simple mayoría– interrumpir el mandato de algún
gobernante aunque no haya terminado aún la legislatura ni se haya dado algún
supuesto constitucional de elecciones anticipadas, sin que pueda invocarse la
Constitución para contener ese desenfreno de “democraticismo”.
Si se aceptara esta
especie de “democraticismo”, por vía
de una mayoría electoral se podría restringir irrazonablemente (e incluso
derogar) algún derecho fundamental, sólo “porque esa es la voluntad de la mayoría”.
Por vía de una consulta electoral y “democrática”, los catalanes podrían
decidir, por ejemplo, que a los extranjeros (los no-catalanes) se les prohíba
hablar en castellano, o se les prohíba el acceso a colegios u hospitales
públicos en Cataluña.
No se pretende
argumentar por lo ridículo o por reducción al absurdo, para exagerar los
peligros del decisionismo democrático. Porque consultas o votaciones aparentemente
absurdas (e ilegítimas) como esas, que restringen arbitrariamente los derechos
fundamentales de una minoría, se llevaron a cabo en 2012 en un país de tanta
tradición constitucional como los Estados Unidos de América (en Maryland se le
preguntó a los ciudadanos si los inmigrantes con tres años de estudio podían
acceder o no, a universidades; y en Montana se llegó a votar la
prohibición para que los inmigrantes no asistieran a escuelas de Estados Unidos).
Decir entonces que “a nadie puede asustarle que alguien exprese
su opinión en una urna”, como lo hizo el presidente de la Generalitat, es
una falacia pues ha quedado demostrado que, por vía de consultas, referendos y
votaciones, y con el apoyo de una mayoría presuntamente omnipotente (incluso
superior a la Constitución), los derechos fundamentales de las minorías y los
principios fundamentales de la convivencia podrían fácilmente ser mutilados.
Si –como lo escribió
un reciente
editorial de El Mundo– la democracia consistiera sólo en votar, no harían
falta las leyes (y menos aún la constitución). Bastaría con instaurar una
suerte de democracia plebiscitaria o tumultuaria y adaptarse en cada momento a
lo que expresara la mayoría, soberana y por tanto ilimitada. No por casualidad,
en todas las democracias del mundo existen unas normas que establecen de qué se
puede votar y en qué condiciones.
Se puede concluir, en
sintonía con el profesor Balaguer Callejón, que el pueblo ostenta en la Constitución
una doble condición: la primera, como titular de la soberanía y del poder constituyente,
por tanto, como fuente de legitimidad de la Constitución; y la segunda, como sujeto
constitucionalizado que puede votar para dotar de legitimidad a los poderes del
Estado, y ser consultado en la esfera de lo que no decidió previamente la
constitución.
En su primera
condición, como titular de la soberanía y del poder constituyente, el pueblo
permanece fuera del orden constitucional y puede decidir al margen de la constitución. En este ámbito, todo (o casi
todo) es decidible. Puede decidir si quiere una monarquía o una república; si
un sistema parlamentario u otro diferente; si un estado autonómico, federal o
unitario, e incluso si quiere romperse y dar lugar a diversos estados
independientes. En esta primera condición, casi todo es decidible, pero
semejante poder se manifiesta sólo cuando se ha roto el consenso constitucional
y se ha tomado la decisión de ejercer el poder constituyente (o al menos el de
revisión o reforma constitucional) para dar lugar a un nuevo orden. En ese momento
histórico, el Pueblo actúa como un colectivo homogéneo y (en teoría) ilimitado.
Así que, cuando se
afirma que vivimos en democracia, no se dice solamente porque podamos votar
periódicamente a unos funcionarios, o podamos ejercer otros derechos políticos;
sino también por la autolimitación del
pueblo como soberano. Esa autolimitación que supone la aprobación de una
constitución normativa implica –según explica el nombrado autor español– que se
ha renunciado a la imposición permanente e ilimitada de un sector del pueblo
sobre otro, y que se han reconocido unas reglas que definen, entre otras cosas,
el tipo de vinculación que la mayoría puede imponer a la minoría.
Pero a partir de ahí, cuando
la Constitución ya fue escrita y aprobada, el pueblo soberano no tiene
relevancia en los asuntos por ella decididos, y tampoco la tiene en la
configuración (o caracterización) del Estado como Estado democrático (que ahora
es también un estado constitucional de derecho). Esto así porque la idea de estado
democrático no se entiende hoy sólo como aquel en el que hay un pueblo soberano
que ejerce su soberanía a través de representantes electos, o a través de
referendos. En el estado constitucional de derecho, estado democrático es aquel
en el que el pueblo ha renunciado a su poder soberano (originalmente ilimitado)
y ha consentido en el poder supremo de la Constitución.
En esta segunda
condición –que se activa cuando la Constitución ha sido dictada y entra en
vigencia– es que se manifiesta perfectamente la articulación democrática del
Estado constitucional (o lo que es lo mismo, la articulación entre democracia y
Derecho). En su segunda condición, el pueblo no vota ni decide porque sea el
titular de la soberanía, sino porque a través de la Constitución, se
autoconfiguró como sujeto constitucionalizado (o poder constituido) que, en
cuanto tal, vota cuando lo prescribe la Constitución (y no antes ni después),
decide cuando la Constitución se lo permite; y en definitiva, actúa siempre sometido
a la Constitución (y también a las sentencias del Tribunal Constitucional, como
principal garante de la misma). En esta segunda condición, el pueblo no actúa
ya como un colectivo homogéneo, sino como una multiplicidad de intereses (fruto
del pluralismo), algunos de los cuales son mayoría y pueden imponerse sobre
otros, siempre que lo hagan dentro del marco constitucional.
En conclusión: el quid del asunto ya no es quiénes votan, o si el referéndum es para todos los españoles o sólo para los catalanes. El quid del asunto es que la unidad de la Nación española es parte de la esfera de lo indecidible, por tanto, ninguna mayoría puede, por un simple referéndum, alterarla o disolverla. Para ello, se debe impulsar la reforma de la Constitución mediante el procedimiento en ella establecido, y sólo entonces, ahora sí en el ejercicio de su soberanía, el pueblo "español" podrá decidir el futuro político de toda España.
Nos vemos en la
próxima entrega.