“En un patio sin luz, difícilmente crecerá bien un árbol.
Su mundo circundante no le da alguna oportunidad, lo deforma”
Luis González Carvajal
Su mundo circundante no le da alguna oportunidad, lo deforma”
Luis González Carvajal
La familia de Juan Carlos quiso
celebrar que hace 203 años, el 5 de julio de 1811, los diputados y representantes
de Caracas y de otras seis de las 10 provincias agrupadas en la Capitanía General
de Venezuela, declararon solemnemente que sus provincias unidas son y
debían ser un Estado libre, soberano e independiente, absueltas de toda
sumisión a la Corona de España, con pleno poder para darse la forma de gobierno
que fuera conforme a la voluntad general de sus pueblos. Era la primera vez que
una colonia española de América declaraba su independencia.
Para la familia, la declaración de independencia de
Venezuela fue un acto esencialmente civil. Tres días de intensa
discusión en el Congreso, a la cabeza de la cual estuvieron brillantes
diputados como Fernando Peñalver, Francisco de Miranda, Francisco Javier Yánez
y Juan Germán Roscio, quien redactó la Declaración de Independencia y
posteriormente sería corredactor de la primera Constitución de Venezuela, la de
1811.
La familia decidió
celebrar este 203° aniversario de una manera original, o al menos diferente a
como siempre lo hacen. Resolvió pasear con los chicos (de 12 y 10 años de edad)
por el centro histórico de Caracas y llevarlos a los lugares donde ocurrieron
los hechos civiles que dieron origen
a la independencia de Venezuela. El padre y la madre piensan que los chicos necesitan
unas dosis de amor por su país, y nada mejor para eso que un embate de patriotismo, ese engañoso sentimiento de
orgullo nacional que al decir del colombiano Mauricio García
Villegas, opaca nuestras miserias colectivas, exalta nuestras
glorias y nos crea la [falsa] sensación de que pertenecemos a un grupo social
único, de gente virtuosa cuyas hazañas serán recordadas por siempre. “Así como las religiones embolatan [o
engañan] a la muerte, el patriotismo embolata al olvido”
La familia aparca el
auto en Chacaíto, a siete estaciones de distancia del centro. Es un buen día para
coger el Metro y disfrutar de sus instalaciones y su servicio, como no puede
hacerse en día laborable. Inmediatamente se topan con la primera multitud,
haciendo una larga fila para comprar los tickets en la caseta del operador de
turno, pues las máquinas acondicionadas para venderlos están vacías, anuladas
por una inflación que se devoró al fulano “bolívar
fuerte”. Comprar tickets con una o dos monedas se volvió una quimera.
La familia aborda el
vagón. En el ambiente se respira aún el pesado aire de agobio de la semana
laborable. En el sistema del aire acondicionado no hay (todavía) ozono; al menos por ahora,
no tienen que pagar un impuesto para respirar en el Metro. Para ser justos, se percibe
algún esfuerzo gubernamental por recuperar y modernizar nuestro único sistema de transporte. A pesar de todo, el Metro sigue siendo un
referente de Caracas, la nostalgia de la ciudad que pudimos (o podríamos) ser y
el síntoma de que en algún momento de nuestra historia, estábamos haciendo las
cosas relativamente bien en Venezuela. La familia llega a su destino:
Capitolio.
Los chicos suben por
la escalera hacia la boca de la estación (Esquina de Bolsa, Mercaderes),
ansiosos por ver (al fin) algunas edificios históricos que les han mencionados sus
padres y que han visto solamente en sus libros de historia o de ciencias
sociales: el Palacio de Las
Academias, antigua sede de la
Universidad de Caracas; el Palacio Federal
Legislativo, maravilla arquitectónica que nos legó Antonio Guzmán
Blanco que hoy día sirve de sede de la Asamblea Nacional. Al salir de la
estación, vuelven a toparse con una multitud.
La familia enseguida se
da cuenta de que podrá ver sólo de lejos
los edificios. La fachada Oeste del Palacio Federal Legislativo y sus
adyacencias están “tomadas” por
vehículos y funcionarios militares, y unas barandas que no permiten acercarse a
menos de 50 metros del llamado Paseo Patrimonial de Caracas. La escena es
totalmente militar. Los chicos decepcionados preguntan. Sus padres no saben
cómo justificar que en el día de una festividad esencialmente civil, los
ciudadanos sean aislados y alejados de sus instituciones.
Afuera de las barandas
militares, una marea de ciudadanos con camisas rojas y consignas prochavistas
restringe la circulación peatonal. Esa sensación “patriótica” de que los venezolanos (todos) somos un grupo social
único de pueblo libertador y gente virtuosa, súbitamente se desvanece. Parece
que patriotas son sólo ellos, los rojos.
La familia rodea (como puede) la sede del Palacio Federal Legislativo e intenta
llegar a la Plaza Bolívar. En el camino, se topan con una pantalla gigante que
muestra lo que está ocurriendo en el interior del parlamento de Venezuela.
El orador de orden es
un señor lleno de insignias y colorines en su verde uniforme. El insert de la pantalla explica que es un
“general en jefe”, líder del Comando Estratégico Operacional de la Fuerza
Armada Nacional. ¡Sí, un militar! Los niños preguntan otra vez. Cuesta
explicarles que sea un militar quien les explique a los diputados, a los
civiles, cómo fue que los diputados de 1811, también civiles, gestaron y proclamaron
la independencia. La familia logra escuchar algo de lo que dice el general en
jefe: “… Esta Fuerza Armada es chavista.
Chávez no es un partido político, no es una entelequia; Chávez es una doctrina
militar, política y económica…”. Aquella sensación “patriótica” de que la Independencia nos une, de que los venezolanos
(todos) somos un grupo social único, se diluyó definitivamente. La patria y la
independencia es sólo de un grupo, y quienes la encarnan mejor son los
militares, no los civiles.
Cuando la familia
logra alcanzar la Plaza Bolívar, se tropieza con un “hecho turístico” no previsto. En torno a la fachada Este del
Palacio Federal Legislativo, hay aparcadas (y atravesadas) no menos de 50 “camionetotas” (o vehículos rústicos), la
mayoría de la afamada marca japonesa, blindadas y de color negro. Alrededor, no
hay gente del pueblo con camisas rojas. Sí hay decenas de escoltas con sus
motos, sus chaquetas negras y sus armamentos. De eso trata el “Plan Patria Segura”: la patria viaja
blindada, segura y sin tráfico. “Maduro
es pueblo”, proclama una valla cercana.
El mayor de los niños
le cuenta a sus padres que en Estados Unidos, la gente puede ir al museo (en
Washington) cualquier día y mirar el Acta de Independencia de ese país. “Yo lo vi en una película, ¿dónde podemos ver
nosotros el Acta de Venezuela?”. Sus padres no saben cómo explicarle que el
Acta de Independencia de Venezuela está oculta, en un arca bajo llave, adentro de ese
hermoso edificio, cercado por la “Patria
Segura”, la de los militares, barandas, “camionetotas” y escoltas.
Finalmente, la familia
pudo disfrutar de la Plaza Bolívar y de los edificios adyacentes, incluyendo la
Catedral de Caracas y la Casa Amarilla, los lugares donde
comenzó la independencia de Venezuela, el 19 de abril de 1810. De allí
caminaron hasta la Casa Natal del
Libertador (me refiero a Simón Bolívar) y el Museo Bolivariano. Ambos lugares están
razonablemente cuidados y mantenidos, pero en la entrada de ambos, predomina
siempre la misma imagen y la misma foto: la de un señor que falleció en 2013,
al que unos llaman “comandante eterno”
y otros el “segundo Libertador”. Por
momentos, la familia no sabe en dónde está, en la casa natal de cuál
libertador, si en la del primero o en la del segundo.
El interior de ambos
recintos está repleto de muebles, cuadros y bienes que los chicos han visto
sólo en sus libros de historia. Ambos están fascinados. Por fortuna, no se
dedican a leer cada uno de los carteles que cuelgan en la exhibición. En la
mayoría, el gobierno bolivariano intenta escribir la historia con odio y
resentimiento. La antigua historia oficial, que ciertamente merecía
correcciones porque fue descrita con algún sesgo pro-español, pretende ser
reemplazada por nueva historia oficial. En ella existen solamente el lado puro
de los negros esclavizados e indígenas asesinados, y el lado oscuro
de los españoles invasores, asesinos y
genocidas; y la religión católica fue solamente un “manto de dominación colonial”. Los adultos se preguntan cómo o porqué los burócratas inscriben a sus hijos en colegios privados católicos (y no en colegios públicos laicos), y se someten a semejante dominación. Así de simple, así de blanco y
negro, es el nuevo pensamiento histórico.
En el tercer piso del
Museo, los chicos se topan extrañados con un cartel que explica que entre 1811
y 1815, la independencia fracasó porque no contaba con apoyo popular. “O sea, ¿que la gente no quería la
Independencia?”, pregunta uno de los chicos. El padre le responde que a
veces los pueblos pueden equivocarse; y que algunas veces, los líderes (como
Mandela) deben seguir sus ideales y hacer sus revoluciones, aún en contra de lo
que quiere la mayoría.
La familia regresó a
buscar el auto. En el camino de regreso a casa, una “cadena” nacional de radio y televisión transmite el desfile militar “en conmemoración de los 203 años de la firma del Acta de Independencia
y día de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana” que se celebra, no
en honor de nuestros padres fundadores, los civiles que proclamaron la
independencia (como creía la familia) sino “en honor al comandante supremo y
eterno”. Como era de esperarse, el desfile está encabezado por una
militar, la vicealmirante Maribel Parra, quien se proclama “hija de Chávez y dispuesta a defender su
legado”: “Para este pueblo heroico Chávez es nuestro segundo Libertador
porque con su ejemplo nos enseñó a ser verdaderos ideales patriotas y hoy a 16
meses de su salto a la inmortalidad se ha multiplicado… ¡Chávez vive, la patria
sigue…”.
La familia llegó a su
casa con una rara sensación. Tal vez se equivocó de ruta. Tal vez el año
próximo deba ir hasta Sabaneta de Barinas (y no al centro de Caracas), para
visitar la casa natal del “segundo
Libertador”, allí donde nació el que supuestamente
más amó a la patria, les enseñó a quererla y a ser verdaderos patriotas. O tal
vez el año próximo la familia ya viva en otro país, después de aceptar (con resignación)
nuestras miserias colectivas y que ya no pertenecen a un grupo social único.
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